domingo, 29 de julio de 2012

Ellas y los machos Alpha La historia de Lilith


                   


No bebas, no salgas, no sientas, no te pongas esas telas, no cojas la impedimenta, no sonrías demasiado, nos seas más que yo, no te comportes como si fueras a volar libre, no te alejes, y si lo haces, regresa cuando yo te lo diga, no te acerques porque me das miedo. Estos son algunos de los mandamientos que los hombres hemos grabado a sangre y fuego. Y es que la mujer, hasta hace bien poco, se comportaba siguiendo unos parámetros impuestos exclusivamente por el género masculino.        Qué es, sino el estulto movimiento romántico, sino una idealización de la mujer. Yo por mi parte, confieso mi absoluta incompetencia en el conocimiento de sus arcanos, juegan en otra división. Tengo una teoría. Imaginemos, por un momento, la aldea primera, en donde los homínidos han dejado de mecerse en la seguridad de las ramas. El macho Alpha, el dominante, se prodiga entre la pléyade de hembras. Por mucha testosterona que expele, al final serán ellas y sólo ellas las que decidan la cópula, al parecer objetivo último. Sin embargo, hay otro homínido que permanece en una rama absorto mirando a las estrellas. Ese mono imbécil sería yo.   Ahora bien, analicemos el proceder del macho Alpha a lo largo de nuestra minúscula historia de la cultura. En el comienzo, no fue el Verbo sino la mujer, y se llamaba Lilith. En una versión del Talmud –fechada en el siglo XII– Lilith era la mujer de Adán, pero sucede que milenios antes de que Simone de Beauvoir publicara El Segundo Sexo, esta mujer primigenia no se plegó a los designios de Adán, por lo que fue relegada por la tradición a un ente demoniaco y lascivo.   Después vendría Eva, para quien, huelga referirlo, la cosa tampoco le fue muy bien. El temor a lo femenino, que posteriormente se materializaría en la ridícula imagen medieval de la vagina dentada, no ha terminado en la actualidad de exterminarse, muy al contrario permanece latente junto con los sentimientos homofóbicos.   La razón: el pánico, el pavor hacia lo diferente, a lo que supone un evento incontrolable. Ese pánico sexofóbico devino en las más intrincadas aberraciones, con la llegada de la cultura judeo-cristiana. A partir de entonces, quitando el sensual placer de un Aquiles inmerso en el gineceo griego, nuestra historia se cifra en una sucesión de ataques de histeria de misoginia y, en definitiva, en una exaltación de la herida, en una fobia al placer.    


San Pablo, un autor cuyas epístolas se suelen leer en las nupcias, tiene mayor estima por los insectos que por las mujeres. De hecho, como todos los Padres de la Iglesia, le poseía un auténtico pavor cuando una mujer pasaba a su lado, un aspecto que por otra parte resulta más que paradójico, si no revelador, si tenemos en cuenta que en las Escrituras nos encontramos con un Jesús rodeado de mujeres a las que trató como a iguales. Es entonces cuando asistimos a la asexualización de la mujer y la imposición de un género que no es el suyo, sino el espejo en el que será el hombre el que decida cuál será el reflejo final.
 
Desde mi rama en donde observo al macho dominante me vienen a la memoria mujeres que resistieron la tiranía, como Hipatia de Alejandría, quien murió a manos de un grupo de cristianos fanáticos –según la tradición desollada con conchas– acusada de hereje, de astrónoma, de matemática, de mujer. Leonor de Aquitania, que portó la corona de dos reinos, simiente de trovadores y, desgraciadamente esposa de hombres estúpidos, la deliciosa Artemisa Gentileschi, por fin recuperada para el gran público, violada, marginada con mejor trazo que Il Caravaggio. Yo desde mi minusválida y quebradiza rama de mono débil, proclamo a las poetas frente a los moralistas, las pintoras frente a las vírgenes mártires de oloroso alcanfor.
    


Cinco mil años de sometimiento no se borran fácilmente, es más, creo tener la facultad de afirmar que los comportamientos más deleznablemente machistas a los que he asistido han sido perpetrados por mujeres. 
 La tiranía, vaya usted a saber por qué, se interioriza, se acepta por vagancia, por rutina acomodaticia. Sin embargo no todo ha sido un páramo. Nada más y nada menos que en el siglo XVI se publicó un pequeño opúsculo que supone un texto revolucionario. Bajo el título Las Mugeres vindicadas de las calumnias de los hombres, su autor, Juan Bautista Cubié, refiere lo siguiente: "Frecuentemente los hombres representan en aquel sexo una horrible sentina de vicios, como si ellos fueran los depositarios de las virtudes". Una idea reveladora y moderna para venir del siglo XVI, en donde desde los púlpitos se inflamaban las conciencias con promesas de infiernos y penitencias varias.     



Las cosas han cambiado en nuestros días, pero paulatinamente. Yo permanezco en mi rama interrogando a las estrellas mientras abajo continúa el macho dominante con un éxito inusitado, y mientras me pregunto qué le verán. Será que soy un mono feo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario