miércoles, 27 de junio de 2012

Spengler.. la decadencia de occidente

* Nota: Compartir algunos puntos del texto no implica compartir todas las posturas del autor en cualquier otro asunto
En este ensayo, de la mano de Oswald Spengler, pasamos revista a la decadencia de la civilización europea. El genial autor de La Decadencia de Occidente, vaticinó, entre el estruendo de los tambores de guerra que asolaban Europa a comienzos del siglo XX, la muerte de nuestra civilización y la necesidad de librar por medio de una guerra expansiva las últimas posibilidades de una civilización vieja, presta a convertirse en cadáver y tiempo ha reducida a fósil de formas caducas. El pluralismo cultural de Spengler supone el fin de las abstracciones vacías: Humanidad, al igual que Progreso o Libertad, Igualdad o Fraternidad, son esos nuevos dioses fríos y abstractos, que no reclaman sino tibia devoción y que resultan tan caducos como la propia Modernidad que los creó. Los ideales de la Ilustración y de la Revolución conspiraron con la cosificación del hombre en el industrialismo y prepararon el paisaje de una Europa de fábricas, de “mano de obra” y de urbes mundiales absolutamente artificiales, desconectadas progresivamente de la cultura que les precedió.                               

“Humanidad”: idea abstracta

No existe la Humanidad. Solamente tenemos ante la mirada una pluralidad de culturas y civilizaciones. Unas son jóvenes, otras viejas. Cada cultura es un organismo viviente. La civilización es un cadáver que progresivamente abandona su vitalidad y fosiliza sus formas. No hay un fin en la Humanidad, y por ello los ideales por los que se luchó en la Revolución Francesa, como en tantas otras revoluciones que le siguieron, fueron coyunturales y específicos de una determinada fase de la cultura Occidental, a punto de entrar en la fase de cadavérica civilización. Libertad, Igualdad y Fraternidad proclamadas, no ya en nombre del ciudadano (francés) sino del Hombre, son ahora, en el ocaso de Occidente, meras abstracciones que han servido apenas al propósito de colonizar a los bárbaros, a los no europeos. Ya que no hay colonias, y los bárbaros se han metido en casa, Europa aparece decrépita, con su “Humanidad” vacía de significado. Todo andaba muy bien cuando “Humanidad” connotaba “blanco”, “cristiano”, “europeo”. Pero la Historia ha seguido su curso, y ahora la abstracción se ha vuelto en contra de la cultura que la engendró.

La historia de los organismos llamados culturas ofrece el espectáculo teatral de su nacimiento, florecer y declive, que llega hasta la muerte. Cada cultura goza de una fuerza cósmica primigenia, que se puede ampliar o angostar en su decurso, tal y como acontece en los individuos. Y si los rasgos de cada especie han de entenderse en relación al hábitat en el que ésta vive, lo mismo tenemos que decir de las culturas. Estas nacen de una Tierra de donde cobran un boceto primigenio, por más que después se sucedan migraciones, desplazamientos, incrustaciones, etc. La Tierra Madre le brinda un rostro a la cultura que nace. Las culturas son anteriores y posteriores al Estado, y a menudo deben sobrevivirle. Los Estados son productos efímeros de este jardín abigarrado que se da en llamar “Historia Universal”, y además su factura es de lo más heterogénea. Desde la polis griega, al Imperio Oriental, desde el reino feudal o el Sacro Imperio Romano Germánico. Desde la monarquía absoluta barroca de Europa, hasta el “Estado Nación” del siglo XIX…Las repúblicas o los sultanatos, la monarquía parlamentaria o la autocracia…Los Estados son producto de la más efímera coyuntura, resultado de la contingencia. Incluso los Imperios chino y romano, arquetipos de cuasieternidad política, no constituyen una unidad esencial. El tiempo no admite la ilusión de una estabilidad espacial. La pseudomorfosis, esto es, la permanencia espacial de formas civilizadas rígidas, habla por sí misma del poder del Tiempo. El Tiempo niega la ilusión de que los romanos del tiempo de San Agustín sean los mismos que los de tiempos de Augusto. Muchas pseudomorfosis se conservaban cuando poco después cayó Roma, pero solamente éstas.

De más larga permanencia es la comarca. Los pueblos se amamantan de su región materna, aunque después discurran por toda clase de superficies.
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Ya fue Vico, en el siglo XVIII, quien supo ver en la Historia un progreso y un regreso, un curso de avance y un retorno. Con los nubarrones de guerra mundial encima de las cabezas del occidental, y con el advenimiento de unos años duros de guerra expansiva por parte de las potencias (la guerra expansiva era la última posibilidad de actuación para los alemanes, según Spengler), debemos comprender el sino de Europa: estamos en la fase de declive. Las explicaciones deterministas, economicistas, etc., propias del materialismo histórico, por ejemplo, y de otras corrientes, como el positivismo, no sirven para barruntar el ciclo completo en el que vivimos nosotros y nuestros ancestros. Tampoco son de validez para reconocer la ineluctable caída en la que nos hayamos. Corsi e ricorsi, en palabras de Vico: la historia de una cultura implica una formación y una deformación.

La europeidad no es eterna. Los valores de lo occidental se diluyen. Son muchos los detonantes: contracción de su expansión colonial, la multiculturalidad de sus sociedades, la primacía de la gran urbe desarraigada frente a “la región”. Pero estos detonantes se subordinan en todo caso a la necesidad morfológica. Culturas jóvenes y fuertes que ahora se sumergen en la oscuridad, esperan pacientes el turno para tomar su protagonismo y hacer caer el edificio viejo, fosilizado, el de la Europa cadavérica. Spengler sabía que otras culturas ocuparían el centro.
                                
De la cultura, se sigue necesariamente –con necesidad lógica y orgánica- la civilización. La civilización que corresponde a cada cultura, como estado al que ésta ha de llegar, es única. De la misma manera que no existe el Hombre (abstracto), tampoco hay pábulo para la Civilización (abstracta). A cada cultura le está reservada su civilización. Esta es el destino que le está reservado de una forma ineluctable. Y de este carácter relativo a cada cultura debe decantarse un resultado absoluto: siempre hay decadencia en un devenir, y siempre hay una hora del fin. La Europa otoñal va a quedar expuesta a fuertes vientos de la historia. Las hojas cubrirán sus monumentos, junto con la desidia y la falta de educación.

Los hombres cultos (en sentido spengleriano) pasan ya por locos o infelices, ante el alegre bullicio del civilizado, es decir, del que se postra ante esa molicie colectiva que representa para todos nosotros el consumo, la finanzas, el multiculturalismo y la bolsa, las novedades tecnológicas y los brutales espectáculos de masa. El hombre de cultura se retira de la escena, a la que ya no reconoce suya, pues Europa ya no es su casa. Se extingue, se volatiliza. Pero el hombre de masa civilizada disfruta del consumo de un ocio y de unos servicios que malamente disimulan la prostitución, la esclavitud y el crimen. Todo ello pasa a ser “divertido”. Este sino no es percibido por el hombre masa, y menos aún se puede captar en los albores. El poder del sino puede barruntarse con esta filosofía en la que la propia Naturaleza es un capítulo de la Historia, pero una Historia en la que no cuenta el capricho de secuencias de hechos, el azar, la contingencia. Se trata de una filosofía de la historia donde hay una muy alta y poderosa necesidad.
                                                  
La dialéctica entre el campo y la ciudad
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La distancia espacial ya no indica nada. Hace unas décadas esto todavía no era así: las ciudades de países poco desarrollados eran permeables, las corrientes migratorias que nutrían sus barrios y sus clases obreras procedían del propio cinturón rural de las mismas. Los emigrantes no venían de tan lejos. La ficción de los “estados-nación” pudo sostenerse desde el siglo XIX gracias a este proceso. Al igual que afluían las verduras de los huertos de la campiña circundante, afluían también las manos fuertes del aldeano forzado o presto a proletarizarse. Hubo una fase efímera en la historia de toda gran urbe en que su savia se reforzaba y saneaba con tal emigración próxima. A medida que se urbaniza la propia aldea, a medida que se transforma en zona residencial o cinturón de industrias, a medida que el paisaje se degrada y se esclaviza, engullido por las necesidades crecientes de plusvalía, esa savia ya no se renueva y hay que buscarla progresivamente más lejos.
                                            
El hombre cosmopolita aborrece la vida agrícola. El obrero fabril del mundo opulento, habitante de la barriada, no de la ciudad mundial, todavía mantenía un pie en la campiña, de donde hacía poco había surgido. Pero el hombre civilizado, el decadente, ya ha roto sus raíces de la tierra de donde ha venido. Carece de linaje y de vínculos terráqueos. Por ello el decadente tiende, colectivamente y como promedio, hacia la Muerte. La civilización, al sentirse vieja, sueña con ella. El cansancio vital de la vida civilizada exige imperiosamente el suicidio, la eutanasia, el aborto y el infanticidio. La muerte de Europa, y en su conjunto, de todo el Occidente se manifiesta, en primer lugar y fundamentalmente, en una muerte demográfica. El profundo significado de que las parejas no quieran tener niños estriba en esta oscura intuición del sino. A todas las civilizaciones del pasado, en su angostamiento de posibilidades, en su cansancio, les ocurrió el mismo proceso: tras una educación muelle, donde la voluntad se afloja y la lascivia se desvincula de la reproducción y goza las cotas de espectáculo y de modo de vida (en el sexo acontece lo mismo que en el arte decadente: cobra autonomía, “el arte por el arte”). La muerte de Europa es muerte demográfica, pero también es deseo de destrucción, suicidio y sadomasoquismo.
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Civilización pornográfica
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De no ser porque las condiciones económicas lo fomentan, estos cambios sociales apuntados arriba no hubieran existido, y decimos esto sin pretender incurrir en economicismo alguno. Más bien, con Foucault, nos preguntamos por qué el sexo, lejos de ser reprimido bajo el capitalismo industrial tardío y opulento (como pretendía Marcuse) resulta por el contrario “inflado”, y ello sin perjuicio de la introducción compensatoria de otros mecanismos represivos, de limitaciones, de coerciones, pero dentro de una estimulación comercial del pansexualismo. Desde la publicidad hasta el arte, pasando por el ocio nocturno y la planificación del turismo, todo resulta ser sexo mercantilizado de una forma u otra.

Frente a la verdadera des-represión, des-inhibición, propia de una sociedad de productores libremente asociados y organizados bajo el principio de la ayuda mutua, la sociedad individualista y egocéntrica del capitalismo conlleva la introducción de canales de comercialización del cuerpo humano. Ejércitos de millones de seres racionales son convertidos en mercancía en el más estricto sentido del término. Un objeto con valor de uso y valor de cambio, un objeto del que poder obtener plusvalía puesto “a trabajar”.
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Morfología de la Historia y Decadencia.
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El hecho de que el último romano no supiera que su mundo, ya barbarizado, orientalizado y cristianizado, que su civilización llegaba a su fin, resulta de lo más significativo. Gozosamente vivía este último romano sus días postreros como quien cree que son eternos, dice Spengler. Nosotros, por el contrario, diferimos en un aspecto crucial: somos historicistas ya, a diferencia de Kant y de Schopenhauer. Somos más conscientes de que nuestra civilización llega a su fin, se muere. Contamos con la ventaja de haber estudiado los orígenes de Grecia, de Roma y de otros pueblos. Sabemos, porque tenemos una Arqueología, una Filología, una Historia, sabemos algunos detalles que revelan su nacimiento de entre una oscura masa de pueblos prehistóricos. Conocemos sobre todo los fogonazos culturales de unos pueblos que se forman a sí mismos. Ese aparecer en la Historia universal como mojones imprescindibles en el trayecto de las masas humanas indica la posesión de una especie de fuerza, un vigor orientado hacia sí mismos y hacia sus vecinos. Es vigor e intuición de la propia voluntad: esa savia que recorre un pueblo deviene en Cultura. Un pueblo construye su Cultura en la plenitud de sus fuerzas, en el anhelo de buscarse un destino. Pero cuando estas posibilidades ya han sido recorridas, cuando el vigor se ha gastado en múltiples realizaciones, llega secretamente –como una ladrona- la Decadencia: las formas generadas se encorsetan, se vuelven rígidos moldes y máscaras a los que habrán de atenerse las nuevas expresiones de una vida colectiva cada vez más senil. La Cultura decadente y fosilizada se llama Civilización. La Civilización bien puede entenderse como el paisaje de ruinas y cadáveres de una cultura muerta, paisaje que obstaculiza el desarrollo de una nueva cultura, primero balbuciente y después vigorosa.

Nacimiento de Europa como Cultura Faústica

Todo el proceso en el que Europa se despojó de sus pseudomorfosis tardorromanas, del cristianismo mágico, de los bárbaros ocasionales (mahometanos por el sur y oriente, vikingos por el norte, magiares por el centro) fue el proceso del despertar faústico. Añorando el perdido Toledo godo, los reyes astures en realidad iniciaron la nueva Europa, la Europa faústica. Las pequeñas construcciones de los reyes astures presagian –dentro de su radical originalidad y el entrecruzamiento de influencias- las magnas obras del románico, el gótico, el barroco. El reino de los astures, sucesores de Pelayo, así como el de los francos, con Carlomagno, constituyen ejemplos magníficos de cómo un pueblo y unos héroes forjan sin saber qué estaban forjando. Ni renacía Toledo en Covadonga, ni Roma en Aquisgrán. Lo que sucedía era que nacía un alma totalmente nueva. Las almas en estado balbuciente han de nacer en periferias escabrosas, desiertos, bosques. Pero luego bajan a las llanuras fértiles, asolan ciudades, expanden fronteras. La espada y unos corazones briosos detuvieron una invasión bárbara –los bereberes- en su vanguardia, pero que traía la pseudomorfosis mágica en la retaguardia. La Córdoba califal, en lo que no era oriental (mezquitas, harenes, eunucos) era romano tardío. Plebes urbanas y altamente alienadas, espíritu comercial y asceta (van de la mano), refinamiento, poesía, orgía. Al norte, en cambio, nacía Europa. Los reyes asturianos sojuzgaron o se ganaron a tribus vasconas para así enlazar con los francos y expedir así la Vía de Santiago. Un pasillo de cultura nueva y fresca que llevaba hasta Occidente a su parte más occidental, valga la redundancia.
                                                          
El contraste entre la civilización mágica y la cultura faústica, ya a la altura del año 1000, vendrá perfectamente marcado por el río Duero. Todo el septentrión, tomando este accidente geográfico como referencia, es el ámbito del germanismo. Como decía don Claudio Sánchez-Albornoz, la sociedad cristiana que se forjó durante la llamada “Reconquista” era una sociedad más libre, aunque careciera de los lujos y refinamientos de Al-andalus. Las gentes peleaban para sobrevivir y poblar, y poblaban para volver a pelear. La tierra, el dinamismo demográfico, el afán de expander fronteras, todo eso les movía. En cambio, los islamitas recurrían a mercenarios y esclavos, y hacían de sus ciudades espacios “civilizados” para el harén, el mercado de cuerpos humanos, rebaños de eunucos y solaz de pederastas.

La cultura faústica fue joven en el medievo. Su altura –y no su ensanchamiento, como diría Carl Jung- la contemplamos en el gótico de las grandes catedrales. Un ensanchamiento prematuro fueron las cruzadas (incluyendo la Reconquista española). Pero Europa, no la Antigua raíz (Hélade) sino la Europa cercana anímicamente, se elevó en esas agujas que captaban energía divina. Las agujas góticas parecen como querer deshacer las bóvedas de la cultura mágica. No se trata de sometimiento, de arrebujarse bajo la cúpula en la cual el dios encierra al hombre (la llamada alma mágica). Ahora hay que horadar la techumbre y buscar el cielo. De la catedral gótica a los telescopios renacentistas, y de éstos a la cosmología físico-matemática actual, solo hay pasos continuos de una misma alma que se afana por desplazar las fronteras del “mundo” más allá, con sed insaciable.

Llega la Modernidad: entra la Decadencia. El Hombre Masa
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Cuando se produjo un traslado del capitalismo comercial al capitalismo productivo, momento en que el dueño del capital es también agente organizador de grandes talleres de manufactura, la comunidad rural europea ya estaba suficientemente atomizada. Los restos de feudalismo no sirvieron para arrogarse un nuevo papel jurídico efectivo de “protector de los pobres”, si bien este papel de resistencia y defensa de las comunidades rurales fue asumido por ciertas Leyes de Pobres, seguros del antiguo régimen contra la depredación capitalista (K. Polanyi). Era de todo punto necesario aniquilar esas defensas paternalistas y esos residuos feudales para lograr lo que Karl Marx llamó Acumulación Originaria.

Las ciudades europeas crecieron, la hipertrofia de las barriadas obreras transformó la cultura: llegó el momento de dar paso a la civilización. Este paso significó la irrupción de las masas.
                   
¿Por qué esta ciencia social? ¿Por qué esta filosofía de la historia? La respuesta estriba en la masa. El hombre-masa requiere de explicaciones para entender un fenómeno que consiste en él mismo. Él mismo como hecho bruto y radical. No es posible apenas alcanzar la distinción y el reconocimiento. Hay una igualdad demasiado evidente y ésta no consiste en los privilegios, en los preceptos jurídicos, en la realización del socialismo. Es la igualdad del vulgo desclasado y perdido, ajeno a toda lucha encaminada a conquistar la hegemonía. Ese vulgo constituye una red másica que abarca la totalidad social en Occidente desde los tiempos de la posguerra mundial y vive principalmente en el llamado mundo opulento. Opulencia, al menos, que duró hasta hoy mismo y que bien podrá tener sus días contados.

La masa que llenó antaño los espacios públicos y rugía con reivindicaciones ora económicas ora jurídicas es una masa que ha ido desapareciendo a pesar del florecer efímero de los “indignados” y de otras primaveras utópicas. La masa hoy es claramente solitaria y su participación en el todo es de signo claramente místico y mágico. Se realiza por gracia de los medios de comunicación masivos, que impiden el molesto contacto y contagio, que aíslan profilácticamente del roce y de los miasmas que proceden de los otros. Hay que sintonizar mágicamente con los otros pero también mantenerlos a la distancia debida. El ideal casto de una comunión de almas pero no de cuerpos se realiza por medio de las posibilidades tecnológicas de los satélites de TV y de internet.

El hombre masa ya no pide nada salvo un reconocimiento, si quiera sea en su condición de esclavo. Nada halagaba tanto a ciertos esclavos antiguos que el ser reconocidos como tales por su amo. La masa busca amo, y cuando carece de él se torna rugiente y fiera: busca un Führer y hasta se lo inventa, pero la masa es ella misma espíritu obediente y, sin líderes ni canales mediáticos es un cuerpo inerte.

Es evidente que hay una conexión entre el hombre-masa de las grandes urbes europeas y el declinar de esta civilización. A una escala agigantada, las masas desarraigadas de la ciudad aspiran a un sustento público garantizado bajo amenaza de amotinamientos y caos. Pero su violencia ya no tiene “letra”: el Manifiesto Comunista ni ningún otro texto (ni catecismo, ni panfleto) no guían su acción. En ocasiones, estos estallidos violentos no pretenden derribar el orden social con vistas a sustituirlo por otro nuevo. Entre ellos no hay un Lenin ni una vanguardia del proletariado: no puede haberlo. Los estallidos violentos del hombre masa anhelan castigo, reforzamiento del propio orden que viola, blindaje de las autocracias. Parecen emanados de esa necesidad masoquista en la que hay que hacerse notar para ser aplastados intermitentemente. París y sus revueltas de los barrios marginales, los disturbios recientes de Londres. Todo este universo oscuro de la Europa multiétnica está siendo muy pobremente analizado. Entre un racismo pedestre y popular, una xenofobia espontánea, y el jacobinismo de la santa madre economía que dicta “que las causas residen en la pobreza y la marginación”, se encuentran muchas otras posibilidades explicativas.

Como Spengler no es un filósofo oficial en ninguna parte, y antes bien es un maldito entre los bienpensantes, no ha servido de inspirador de análisis que señalen nuestra profunda decadencia como Occidentales. Si un extranjero muy distante, un extraterrestre, quisiera hacerse con una pronta imagen de qué es lo europeo, no se encontraría con las reuniones de euroburócratas encorbatados, ni con selectos espectadores de una ópera. Antes bien, lo “europeo” tiene que ser ahora parte de otro cuadro: las masas vociferantes de un estadio de futbol, con sus caras pintadas como los salvajes, así como los saqueadores de la City en el verano de 2011.


3 comentarios:

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  3. Justamente estaba buscando algo del estilo que usted colocó en su pagina que de visos sobre la decadencia de los sistemas humanos.

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