miércoles, 5 de septiembre de 2012

la leyenda de El Escorial

 El lúgubre e impresionante monasterio de San Lorenzo el Real de El Escorial, construido por orden de Felipe II, es uno de los monumentos más emblemáticos de todo el mundo. Las leyendas cuentan que fue erigido para tapar nada menos que una boca del infierno, como ocurrió en otros recónditos lugares. ¿Qué se oculta tras sus gruesos muros de piedra…?  

Cuentan que cuando suenan las doce campanadas a medianoche en el monasterio de San Lorenzo el Real, en el pueblo madrileño de El Escorial, se escucha simultáneamente la risa del fantasma de Felipe II, el rey que lo concibió y mandó construir. 
  Es una de las leyendas de este lugar mágico, sagrado, misterioso… y siniestro para muchos. Ésta se explica por el crotoreo de las cigüeñas que anidaban en sus tejados cuando no se impedía que pusieran sus nidos. Pero hay muchas otras, y la más notable entre ellas es la que afirma que con este colosal santuario, equiparable a cualquiera de las grandes pirámides egipcias, quiso tapar una de las puertas que conducían directamente al infierno… un infierno muy particular, como vamos a comprobar. El Rey contra el Señor de las Tinieblas
Felipe II de Habsburgo, uno de los mandatarios más poderosos de toda la historia de Occidente, fue un hombre del que hoy podemos decir dos cosas: era más un tecnócrata maniático que un monarca, y era inmensamente supersticioso. Si hoy día fuera a la consulta de un psiquiatra, seguramente le diagnosticarían un síndrome que explicara su particular personalidad, en la que se mezclaba un temperamento maníaco-depresivo con una aparente y sorprendente serenidad… y una de sus principales fobias eran el diablo, sus legiones de ángeles ­traidores, y aquel tenebroso reino del fuego que podría atormentarle eternamente.
 Por eso sus dimensiones política y espiritual fueron siempre a la par, y ésto se reflejó en su más magna obra, un colosal edificio sagrado que también habría de convertirse en símbolo de su poder y de sus creencias. Lo levantó atendiendo a una petición de su padre Carlos I y le consagró para siempre como máximo defensor de una manera un tanto fanática de vivir un catolicismo fundamentalista que ocultó –y oculta– algunos de sus devaneos heterodoxos. Nos cuenta el cronista oficial de la historia del edificio, el padre jerónimo fray José de Sigüenza, que para decidir cuál era el lugar idóneo donde edificarlo se convocó una comisión de expertos donde había “hombres sabios, filósofos, arquitectos y canteros experimentados en el arte de edificar para examinar la sanidad, la abundancia de aguas y aires… conforme a la doctrina de Vitrubio”. Se les incorporaron otros frailes de la Orden de San Jerónimo, buenos conocedores de la Biblia y de las “intenciones reales”. Éstos serían los primeros que habitarían la clausura del futuro monasterio para rezar continuamente por su fundador y su familia y así conjurar al “amo de las tinieblas”.  Tras descartar otros lugares, se reunieron el 14 de noviembre de 1561 para visitar el sitio e informar al monarca. Iban presididos por uno de los secretarios personales de Felipe II, Pedro del Hoyo, viejo compinche del rey en realizar en secreto experimentos de alquimia en su casa de Madrid.
En la crónica del padre Sigüenza se cuenta cómo transcurrió la jornada. Se presentó un tanto turbulenta, y en ello quisieron los piadosos investigadores ver una señal. Soplaba un viento muy fuerte y terminaron zarandeados por un violento huracán que “no les dejaba llegar hasta el sitio, y arrancó las bardas de la pared de una viñuela, arrojándolas sobre sus rostros”. Y, “de este viento, despertado tan de repente en esta ocasión, han conjeturado algunos, con no poco fundamento, cuánto le ha pesado al demonio que se levantase una fábrica donde, como de un alcázar fuerte, se le había de hacer mucha guerra”.
 Además, tomaron nota de viejas leyendas populares que hablaban de una mina cuyas galerías llegaban hasta las mismísimas puertas del infierno y por donde salía a veces el diablo envuelto en chispas. En eso se basan las afirmaciones de quienes piensan que el santuario fue construido para taponar ese acceso y poner su control bajo la tutela del Rey Prudente. Dicho así, todo parece explicable sin darle más vueltas. Pero hay más. En el monasterio hay algunas claves que debemos conocer para indagar en la complicada mente de Felipe II, y su sensibilidad ante este tema  .Los cuadros de El Bosco                                       fueron los preferidos del rey Felipe II, un monarca y un pintor enigmáticos como pocos. ¿Qué ocultaban? ¿Quién era realmente este extraño pintor flamenco?
Felipe II fue un hombre retraído, ensimismado, a la vez que creador de un mundo de relaciones protocolarias extremadamente complejo en el que cada acto tenía su reflejo a mucha distancia. Fue la cabeza de una gran parte del mundo y todo se ordenaba conforme a los intereses y gustos del centro del poder: él mismo. Cada gesto, cada palabra, cada decisión, viajaban como los rayos del astro rey, iluminando cada rincón del planeta. Desde el centro, El Escorial-Madrid, hasta el confín de las Islas Filipinas, su nombre estaba tan presente como el del mismo Dios.
 
Para poder llevar a cabo una labor tan ingente, le fue necesario tener amplios conocimientos de distintas materias: matemáticas, geometría, arquitectura… Incluso artesanías menores, pero no menos importantes, como carpintería, cantería o acústica. Su conocimiento de las Sagradas Escrituras llegó a ser tan profundo y obsesivo como el de su padre. La base doctrinal bíblica fue asumida totalmente, desde los sueños premonitorios hasta el estudio de la evolución histórica del pueblo judío y la transformación operada con el advenimiento del cristianismo.
 
De algún modo, Felipe II es místico y ermitaño encerrado en su torre; en un cuarto muy humilde, cerca de sí mismo. Allí permanece atento para interpretar los mensajes que Dios le envía para el buen gobierno de sus súbditos de acuerdo con los designios del Cielo.

Reales contradicciones

El “rey constructor” estuvo a caballo entre la ortodoxia y la heterodoxia porque, a pesar de su encendida defensa del dogma oficial, se rodeó de una serie de personajes a los que la Inquisición habría procesado –y quemado en muchos casos– si no hubieran contado con su protección; en todo caso, algunos se sentaron en el banquillo y tuvieron que ingeniárselas para no ser condenados por herejía o prácticas judaizantes.
 
La raíz de las contradicciones del monarca puede encontrarse en su modo de vivir la relación con lo sobrenatural, en unas ocasiones estríctamente ortodoxa y en otras rozando la superstición. Por ejemplo, reunió casi siete mil reliquias de dudosa procedencia, supuestos restos de santos para los que se diseñaron distintos relicarios. Su presencia protegería el santuario pero, sobre todo, sus antiguos dueños abogarían por su mala salud. Ese afán de almacenar objetos con poderes mágicos o relacionados con el más allá era más fruto de su obsesión que de su ortodoxia. La Iglesia no favorecía oficialmente la proliferación de reliquias, pero tampoco la condenaba, sobre todo si eran objeto de gran veneración popular. Este resquicio sirvió a Felipe II para dar pábulo a todas las supersticiones supuestamente cristianas. Algunos sectores de la Iglesia criticaban abiertamente la fanatización popular y no veían con buenos ojos la pasión de las gentes hacia estos objetos que eran causa de devoción entre la fe y lo mágico. A pesar de todo, el monasterio de El Escorial está protegido por una hornacina que hay en el cimborrio con reliquias de san Pedro y santa Bárbara, entre otros. Se cuenta que su tapa metálica fue dorada a fuego y que le sirvió al rey para contestar al embajador francés cuando le criticó porque en la construcción “sobraba piedra y faltaba el oro”. En un momento posterior, y cuando el diplomático observó un reflejo áureo en lo alto del edificio, preguntó al monarca qué era aquel brillo. Felipe II contestó: “Se nos acabó la piedra y tuvimos que echar mano del oro para acabar la torre”.
 
Otra de las contradicciones poco conocidas era su pasión, no exenta de pragmatismo, por actividades que estaban muy de moda en el Renacimiento: se empeñó en convertir una parte del monasterio en un laboratorio de alquimia, espagiria y destilación, donde se buscó trasmutar metales menores en oro. En esos lugares trabajaron hombres a los que sólo se puede calificar como heterodoxos; como un amigo de su ministro, el cardenal Granvela, Nicolás Guibert, astrólogo e iniciado en el arte sagrado. No sólo quería conseguir metales nobles a partir de otros más groseros, sino preparados capaces de curar las enfermedades: la panacea universal, en el empeño de poder aplicárselos a sí mismo para no sufrir los dolores que le producían los mismos ataques de gota que tuvo su padre. Los últimos años de su vida transcurrieron entre el dolor y el descanso. Su enfermedad, crónica, y extremadamente dolorosa, no le dio tregua. Tanto sufrió que algunas veces recurrió a prácticas que podían haber sido calificadas como brujería.

Por otra parte, no puede olvidarse que el monarca encargó la creación de una de las bibliotecas más importantes del mundo antiguo a otro heterodoxo, experto hebraísta, que fue acusado de judaizante: el extremeño Benito Arias Montano (1527-1598), a quien se debe la confección de la Biblia Políglota de Amberes. Su sucesor, fray José de Sigüenza, fue su ayudante y conoció sus ideas y modo de trabajar.

Y llega El Bosco…

El pintor preferido de la dinastía de los Habsburgo y, en especial, de Felipe II se llamó Jeroen van Aken. Nació en la localidad holandesa de Hertogenbosch, Bravante, hacia el año 1450, en el seno de una familia de pintores. En su juventud decidió cambiar su nombre para no ser identificado con sus parientes, sobre todo con su hermano, quien utilizó el apellido familiar. Así que lo latinizó y transformó en Hieronimus, añadiéndole el sobrenombre de Bosch, haciendo referencia a su ciudad. En España se le conoció como El Bosco. Murió en el año 1516, según reza un registro de la cofradía de Nuestra Señora en su ciudad, a la que perteneció y donde era conocido como un hombre muy piadoso: Obitus fratum Hieronimus Aquen alias Bochs insignis pictor.
 
Este flamenco genial es uno de los más enigmáticos pintores conocidos, sobre todo porque no es sencillo adivinar de dónde sacó la fuente de inspiración para una de las obras más singulares de todos los tiempos. Algunos especialistas apuntan la posibilidad de que padeciera alucinaciones esquizofrénicas; otros creen que perteneció a alguna sociedad secreta que manejaba conocimientos ocultos, no necesariamente heréticos. Sea como sea, en pleno Renacimiento concibió y representó mundos irreales repletos de personajes y paisajes onírico-simbólicos, de contenido exageradamente satírico y moralista, cercanos a lo que siglos después pondría al descubierto el psicoanálisis.
 
Aunque la pintura de El Bosco se inspira en la tradición de los absurdos medievales, en especial del bestiario que caracteriza los manuscritos iluminados, canecillos y capiteles, fue contemplado con mucho interés por los surrealistas en el siglo XX, y a algunos les sirvió de fuente de inspiración. Los esoteristas afirman que muchos símbolos de sus obras hacen referencia a operaciones alquímicas, cosa nada exagerada si tenemos en cuenta el imaginario de los adeptos a la “Gran Obra”.

Felipe II llegó a reunir en El Escorial hasta nueve pinturas del artista, que formaron parte de su mobiliario en las distintas estancias, entre los que parece que sí estuvo en algún momento el tríptico llamado “El jardín de las Delicias” (1503-1504). Por otra parte, hay autores que afirman que cuando Felipe II fue consciente de que sus días se habían acabado, mandó llevar a su habitación todas las pinturas del holandés para poder fortalecerse moralmente ante lo que le esperaba.

Pinturas llenas de misterio

Una sencilla descripción de las obras de El Bosco, por orden de importancia, permitirá conocerlas mejor y quizá entender por qué Felipe II tuvo tanto interés por ellas.
 
La “Mesa de los Pecados Capitales” es una tabla pequeña –120x150 cm–. El centro representa al ojo de Dios, un gran círculo al que rodean cuatro pequeños que muestran las figuras del tránsito: muerte, juicio, infierno y gloria. Desde la “pupila” nos mira Cristo en toda la gloria de su resurrección sobre una leyenda: Cave, cave, dominus videt –“cuidado, cuidado, Dios te ve”–. Le rodean los siete pecados capitales: avaricia, envidia, gula, ira, lujuria, pereza y soberbia. Es una advertencia evidente en contra del pecado que determinará el futuro del alma. Fray José de Sigüenza opinaba, en contra de quienes acusaban al pintor de herejía, que en esta obra había “mucha virtud” y muy “buenas lecciones morales” para los cristianos: “quien pintaba cosas así no estaba en contra de la verdadera fe”. Declara que, tanto para el rey como para él, esta mesa les era muy agradable y el monarca jamás la hubiera tenido si su contenido fuera contrario a la doctrina de la Iglesia. Como vemos fue un buen abogado, aunque siempre podemos sospechar que lo hizo para hacer encajar estas pinturas en la ortodoxia real. Sin embargo, tras años de estudios, se sabe que pueden interpretarse también desde una perspectiva menos “piadosa”.
 
Después llegaría el “Carro de Heno”, pero sin duda la más extraña de sus pinturas, por su abundancia en símbolos, aparentemente enloquecidos, es el 
 “Jardín de las Delicias” (1504). Es un tríptico en tabla que abierto ocupa 206x386 cm. La parte izquierda representa la creación de Adán y Eva, una pareja que habría de caer en el pecado original por la desobediencia femenina. Hay elementos simbólicos espectaculares, como una alucinada fuente de la vida, el árbol del bien y del mal en el que se enrosca la serpiente y un sorprendente árbol de la vida simbolizado por un drago canario –¿cuándo conoció una especie tan exótica y lejana?–. Por todas partes hay animales difíciles de interpretar, pero que representan la continuidad de los bestiarios medievales. En primer plano pintó una entrada a los reinos inferiores por donde asoman algunas criaturas siniestras. El hecho de que el “primer hombre” esté desnudo, sirvió para que relacionaran a El Bosco con la secta de los adamitas, que defendían la desnudez y el sexo libre.

La tabla central es el engañoso mundo como paraíso falso regido por la sensualidad y la promiscuidad. En la parte superior, la fuente de los cuatro ríos, que se quiebra como símbolo de la necedad que son las vanidades mundanas. En el centro la cabalgata de los deseos, girando alrededor de un lago lleno de mujeres que se bañan desnudas. La parte inferior es un canto a las relaciones carnales, donde pueden adivinarse prácticas heterosexuales, homosexuales, “placeres solitarios”, e incluso bestialidad.

La parte derecha nos conduce al infierno, donde pecados y faltas son castigados de modos delirantes. Son figuras destacadas, el hombre-árbol, un extraño montaje surrealista donde aparece un rostro que podría ser, tanto el diablo como el propio pintor y el infierno musical, en el que diversos instrumentos, como un arpa, sirven para torturar a los condenados.

Las soledades de Felipe II
 
La meditación sobre estas obras pudo ser una de las actividades favoritas del rey cuando se quedaba solo, tratando de interpretar todos y cada uno de sus símbolos. Porque aunque las imágenes parezcan triviales, no lo son. Su importancia es extraordinaria y revela que el autor tenía conocimientos ocultos, o al menos, aparecen concordancias casuales. Habría acertado, probablemente sin buscarlo, al justificar una creencia supersticiosa que andaba circulando entre las leyendas que se contaban sobre el monasterio y su emplazamiento. Algunos magos afirmaron que allí había una “entrada al infierno” que había de ser tapada con el santuario. Una puerta entre mundos o realidades dimensionales distintas, que reflejaban bien los conceptos implícitos, tanto en el “Jardín de las Delicias”, como en el “Carro de Heno”. Así que, como en los mandalas orientales, las escenas representadas ayudarían al místico a luchar contra el “maligno”. Serían una suerte de amuleto contra todas las fuerzas del mal con las que el propietario del cuadro tendría controlado uno de los caminos por donde las legiones de Satán podrían llegar al mundo material.

Esta leyenda no tiene ningún fundamento, pero sí responde de otra manera a las intenciones de Felipe II: levantar un edificio en el que se concentraran todas las poderosas fuerzas del bien –en contra de las del mal–. La obsesión por su propia salvación condujo a esta suerte de indagación esotérica en piezas artísticas simbólicas, como la de El Bosco. El rey sabía que todo santuario es lugar de encuentro entre lo natural y lo sobrenatural. Esta profusión de símbolos debió actuar como una especie de “inductor” de algunas “andanzas nocturnas” del monarca. No resulta difícil imaginar a este hombre de mente impenetrable reconociéndose a sí mismo en esos sueños de la razón. No es arriesgado pues, pensar que a la hora de concebir su obra arquitectónica más notable, estuviera influido por las sensaciones recibidas tras sus meditaciones, determinantes a la hora de idear proyectos y adoptar decisiones.
 
No se sabe cómo fueron realmente esas “andanzas”, si es que las hubo, porque jamás las contó, o lo hizo en un círculo muy restringido, pero cabe sospechar que en la austeridad de esas estancias carentes de adornos, exceptuadas pinturas, cortinas y poco más, vibraba el espíritu de un hombre que contemplaba, tanto lo demoníaco, como lo divino. En alguna ocasión fue descubierto husmeando en algún lugar peligroso, rodeado de andamios, y recibió la cariñosa reprimenda del prior. No se cuenta con ninguna crónica, ningún texto alusivo, pero es una imagen muy sugerente imaginar que su última oración nocturna fuera en la soledad del recinto sagrado. Sólo ante sí mismo y ante Dios. Sin más luz que la de su propia alma desprovista de los atributos de su condición de rey. Quizá también, teniendo en cuenta su edad avanzada y su enfermedad, el paseo era un martirio que aceptaba voluntariamente. ¿Cerraba la puerta para dormir? ¿O por el contrario la dejaba abierta para poder contemplar la llama sagrada hasta que le venciese el sueño? Porque, como sabemos, el monarca había mandado expresamente que desde su cama se pudiera ver el altar mayor, tal y como lo había hecho su padre Carlos en el monasterio de Yuste. Así fue Felipe II a grandes rasgos: un hombre que, pareciendo un exotérico radical, continuamente indagaba a hurtadillas en lo esotérico.

No hay comentarios:

Publicar un comentario