Uno de los “regalos” más cruciales que la naturaleza ha proporcionado a los seres vivos es el miedo, un complejo mecanismo psicofisiológico que, durante millones de años, ha marcado en gran medida las pautas de la evolución. Su presencia en los seres humanos ha determinado, como ninguna otra emoción, la diferencia entre estar vivo o muerto, y con el paso del tiempo se ha convertido en la más efectiva herramienta de control y dominio sobre los demás.
Resulta paradójico cómo algo que cuando surge de manera natural –y que tendemos a rechazar y a evitar–, lo busquemos artificialmente con anhelo –e incluso paguemos por vivirlo– como vía de satisfacción y placer. El miedo, en la sociedad moderna, cumple esa doble función, pues si bien es cierto que las situaciones de miedo no buscadas no resultan agradables, cuando éstas son previsibles y tenemos la posibilidad de ejercer sobre ellas cierto grado de control, se pueden llegar a convertir en placenteras. Los deportes de riesgo, el cine de terror o una “montaña rusa” son ejemplos cotidianos en los que se puede buscarlo de forma intencionada.
Es posible que el miedo subyacente a todos los demás miedos sea la muerte, ya sea la propia o la ajena, y es por ello que en torno a la misma han crecido toda suerte de elementos que lo auxilian. Vampiros, muertos vivientes, espíritus que nos atenazan desde la ultratumba... Y gracias a ello, el de la muerte es un miedo sobre el que se ha erigido muchas veces el poder, que lo utiliza como medida de coacción. No obstante, por regla general, el componente desagradable del miedo nos ha salvado la vida durante millones de años, puesto que ha constituido uno de los sistemas de aprendizaje más efectivos para los seres humanos, aunque también es cierto que su descontrol puede conducir a trastornos y patologías de gravedad variable como los ataques de pánico y las fobias. Y aunque todos hemos sentido miedo en alguna ocasión, se hace necesario definirlo para comenzar a entenderlo y, sobre todo, a controlarlo:
“El miedo –según los profesores de la UNED Fernández-Abascal, Martín Díaz y Domínguez Sánchez– es una emoción primaria negativa causada por un peligro presente e inminente, por lo que se encuentra muy ligada a la situación que la genera. Es una señal emocional de advertencia de que se aproxima un daño físico o psicológico, que implica también inseguridad respecto a la propia capacidad para soportar o manejar una situación de amenaza. La intensidad de la respuesta emocional de miedo depende de la incertidumbre sobre los resultados”. A través de la psicóloga clínica Elena Gómez Rey completamos esa definición al puntualizar que el miedo “lo reconocemos a través de una serie de cambios fisiológicos relacionados con el sistema nervioso autónomo y el endocrino”. Además, según ésta, “su sentido básico es el de protección ante estímulos peligrosos, pero el ser humano, por su forma de vida, saca de contexto el carácter innato del miedo y lo versiona en estados similares sin esa función protectora”, concluye.
Y es que, como toda emoción, el miedo desempeña una función social al permitir a los demás, a través de nuestras palabras o gestos, determinar aproximadamente lo que nos sucede y predecir lo que puede ocurrir, lo que implica, al menos una tercera función: la llamada conducta emotiva, que se refiere a la acción que emprenderemos a consecuencia del mismo.
La química del miedo
Ligado al instinto de supervivencia, el miedo tiene un poderoso componente fisiológico que nos ha acompañado a lo largo de la evolución, aunque hasta épocas recientes no hemos conocido al detalle sus mecanismos internos. El hecho de que sea una respuesta bioquímica automática ante una situación que amenaza el bienestar y la integridad física de quien la padece, implica cierto grado de conocimiento previo por parte del sujeto respecto a la potencialidad agresora del agente desencadenante, así como de la falta de control sobre el mismo o de la posibilidad de una rápida adaptación a tal circunstancia con vistas a atenuar los efectos nocivos. Es decir, teóricamente, no se puede tener miedo de aquello que se desconoce por completo o lo que es lo mismo: aprendemos a tener miedo de determinadas cosas a lo largo de nuestra vida. No obstante, para algunas escuelas psicológicas existen estímulos que, de forma innata y sin aprendizaje alguno, son desencadenantes de reacciones de miedo, como el dolor, el ruido o la inesperada pérdida de soporte, que son los tres tipos de amenazas a las que los expertos llaman “repertorio de supervivencia”. Así pues, el miedo es un catalizador que actúa sobre la química de los humanos y de los animales generando una respuesta encaminada a poner al servicio de la supervivencia –ya sea para defender, atacar o evadirse– todos los recursos biológicos de quién lo padece, para lo cual desempeñan un papel protagonista los sistemas nervioso-autónomo y endocrino.
La amígdala es, de alguna manera, el centro de control que determina si a priori una situación es potencialmente peligrosa o no y, por lo tanto, la encargada de iniciar el camino hacia el miedo. Se trata de una especie de alarma que se activa sin criterios de selectividad, lo que quiere decir que, tal vez, el estímulo desencadenante que comienza a movilizar los recursos físicos quizá no sea percibido tras una mínima evaluación como una amenaza real.
Dos ejemplos muy gráficos de lo que decimos serían los que nos brindan la irrupción de un ruido muy fuerte, como el generado por una atracción pirotécnica, o la inesperada aparición de un rostro desagradable en una película. En ambos casos, la amígdala se activa y nuestro cuerpo comienza a experimentar algunos cambios asociados con el miedo, pero el proceso no desemboca en un ataque, en una acción de defensa o en una huida, porque conscientemente evaluamos la situación y decidimos que, por encima del sobresalto inicial, no hay realmente una situación peligrosa. Pero, ¿qué sucedería ante el ataque de un animal o la inminencia de una caída por un desfiladero evaluada correctamente como peligrosa por la amígdala? En esas y otras circunstancias similares, el control se deja en manos del sistema nervioso simpático “y la médula suprarrenal que va a generar hormonas como la epinefrina y norepinefrina; si se mantiene la situación, se pasa de la reacción de alarma al periodo de resistencia y el control pasa de la médula a la corteza suprarrenal y a la adenohipófisis; las hormonas implicadas son las denominadas antiflogísticas –rebajan los procesos inflamatorios– y están relacionadas con el metabolismo de azúcares en el organismo –glococorticoides: hidrocortisona, corticosterona y cortisona–, por consiguiente, se relacionan con el aporte de energía al mismo en la fase de resistencia”, señala Gómez Rey. A este cóctel de hormonas que comienza a circular por el torrente sanguíneo se suma, en periodos más prolongados, una disminución de la actividad tiroidea, lo que se traduce en una menor secreción de su hormona estimulante y de la hormona del crecimiento, así como un ralentizamiento del sistema inmunológico, un bloqueo de las funciones sexuales, la eliminación del apetito y cualquier otra función innecesaria.
Los efectos del “chute”
Los efectos externos de todo ello son un incremento de la frecuencia cardiaca y el latido del corazón con vistas a garantizar el traslado de oxígeno, hormonas y nutrientes, la elevación de la tensión arterial y el aumento de la frecuencia con la que se respira. En esos momentos se da una mayor tensión muscular generalizada, con un aumento del metabolismo para proporcionar nutrientes y energía vinculada directamente a un incremento de la glucosa en sangre, lo que estimula el cerebro. También aumentan los factores de coagulación sanguínea, se produce una reducción de la temperatura y una vasoconstricción periférica para favorecer el riesgo en las extremidades, lo que acarrea palidez facial. Es por ello que utilizamos la expresión “me quedé blanco de miedo” cuando sentimos esa experiencia.
Ante la espectativa del miedo, la actividad mental se incrementa para poder procesar, a gran velocidad, la mayor cantidad posible de información, hecho que permite que se agudicen los sentidos, especialmente la vista, que manifiesta su potenciación con una dilatación muy importante de las pupilas y una ampliación del campo visual destinada a obtener el mayor número de datos posibles. Además, la garganta se seca, aumenta la sudoración fría –con el objetivo de refrescar el cuerpo– y el pelo se eriza. Incluso pueden relajarse los esfínteres y perderse el conocimiento. Así, en cuestión de segundos, y por influencia de todos estos factores, se pasa de una parálisis generalizada a una incipiente acción física.
La evaluación de la situación que ha generado de forma automática e inconsciente todo este cúmulo de reacciones fisiológicas conducirá, de forma consciente, a tomar una decisión para la que el cuerpo ya estará preparado: huir del peligro o evitarlo es la primera opción, la más común y a la que genéticamente estamos predispuestos; mientras, defendernos del mismo o atacar son las alternativas.
Por mucho que nos pese, simplificando al máximo lo expuesto, parece obvio que una de las diferencias frene a una misma situación de riesgo vital entre una persona viva y otra que se creía inteligente pero está muerta es, precisamente, el miedo de la primera. El hecho de que busquemos miedos artificiales hace que nos planteemos hasta qué punto podemos regular esa reacción y revertir su condición de amenaza. Aunque todo ocurre en porciones de segundo, parece obvio que en nuestro cerebro se accionan niveles de conciencia diversos para enfrentarnos a una situación de emergencia. La primera sería inconsciente, primitiva y regulada por la amígdala; la segunda, gracias a la información captada, determina el nivel de gravedad de la situación y las alternativas que se presentan para hacerle frente más allá de las instintivas de huir o luchar; finalmente, la última acción se corresponde con la decisión tomada, que puede ser huir saltando al agua desde una gran altura, golpear a un fiero animal con algún objeto contundente o, sencillamente, apretar las manos, cerrar los ojos y gritar… mientras descendemos vertiginosamente en el vagón de una montaña rusa.
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