viernes, 7 de septiembre de 2012

Serendipia en la ciencia



SERENDIPIA EN LA CIENCIA: 
 Pasteur, dijo vez: «No esperes que la fortuna te sonría; prepárate con el conocimiento». De alguna manera, todo lo que Fleming había hecho hasta el momento puede considerarse parte de esta preparación.

En los últimos días del verano de 1928, cuando se fue de vacaciones, por alguna razón se olvidó de guardar sus cultivos de estafilococos en las estufas, donde se hubieran mantenido calientes, y los dejó en placas de Petri sobre la poyata. Como a Fleming le era casi imposible abrir su ventana del laboratorio, solía dejar la puerta abierta para que circulara un poco el aire. Dicha puerta daba a un tramo de escaleras y en el piso de abajo había otro laboratorio que estaba siendo utilizado por un joven micólogo irlandés, C. J. La Touche, cuya puerta se abría al mismo tramo de escalera.
 (imagen: Placa de Petri) 

                   Por entonces, La Touche estaba trabajando con una cepa de hongos o mohos que, como se demostraría, tenía propiedades muy interesantes. Su laboratorio carecía de campana de gases, una especie de cámara de aislamiento, cosa que le hubiera permitido, en caso de tenerla, confinar las esporas en una pequeña área aislada. A falta de campana, las esporas del hongo se extendieron por todo el laboratorio del micólogo y después fueron arrastradas por el aire a través de la puerta abierta y, escaleras arriba, hasta que encontraron el camino hacia el laboratorio de Fleming.
 
También el tiempo incitó a la fortuna. Durante la ausencia de Fleming, Londres se vio afectada por una temperatura insólitamente fría, seguida inmediatamente de un retorno del calor, un ciclo que hizo que las esporas del laboratorio de La Touche florecieran en su nuevo hogar del piso de arriba.

Cuando Fleming regresó de sus vacaciones en septiembre, empezó a desechar algunas de las placas de Petri que había dejado fuera de la estufa. De ordinario, la contaminación es la maldición del trabajo bacteriológico. Para los bacteriólogos, los contaminantes son lo que para los agricultores las malas hierbas. Cuando un cultivo está contaminado, normalmente el primer instinto de un científico es desecharlo y empezar de nuevo. Y esto es exactamente lo que Fleming se dispuso a hacer en una especie de limpieza general rutinaria. Pero de nuevo intervino la serendipidez. En aquella época, el Departamento de Inoculación del St. Mary utilizaba por contenedores de eliminación bandejas esmaltadas bajas con un poco de antiséptico. (Si el de Fleming hubiera sido un laboratorio bacteriológico adecuadamente equipado, habría tenido cubos profundos llenos de antiséptico hasta el borde.) Fue entonces cuando, después de haber tirado los cultivos contaminados, observó el halo claro que rodeaba las colonias amarillo verdosas del hongo que había contaminado accidentalmente la placa.

Desde luego, en ese momento no tuvo manera de saber que una espora de una rara variante de un hongo denominado Penicillium notatum había llegado arrastrada por el viento desde el laboratorio de micología del piso de abajo. Para producirse el fenómeno que Fleming observó se tenía que haber dado una serie de acontecimientos: dejarse, en primer lugar los cultivos de estafilococos expuestos y no almacenados en una estufa caliente, donde nunca se hubieran contaminado con las esporas del laboratorio de La buche; producirse las bajas temperaturas que permitieron al hongo germinar y crecer y, por último, el aumento de las temperaturas, lo que favoreció que los estafilococos pudieran medrar, extendiéndose como un césped hasta recubrir toda la placa de Petri... excepto el área directamente expuesta al hongo contaminante. «Era sorprendente que en una distancia considerable alrededor del crecimiento del hongo, las colonias de estafilococos mostraran lisis (disolución o destrucción de las células)», escribió Fleming. «Lo que antes había sido una colonia bien desarrollada era ahora una tenue sombra de lo que fue.»

Se dio cuenta de que esa lisis, o proceso destructivo, era la responsable de decolorar sus microbios. Dedujo correctamente que el hongo debía haber liberado una sustancia que simultáneamente destruyó las bacterias existentes e inhibió su crecimiento ulterior. Pues bien, este descubrimiento, que literalmente se había extraído de la basura, iba a cambiar el curso de la historia, pues Fleming había comprobado (Lister y luego Tyndall en 1875 también lo habían comprobado, pero no le supieron apreciar su importancia) y concebido lo relevante que seria aplicar a la medicina los efectos de este fenómeno casual.

Otras situaciones de serendipia, contados por Víctor Suero en su libro: "Historias Asombrosas Pero Reales"
 FLEMING
En 1928 el bacteriólogo escocés Alexander Fleming dejó a un costado de la mesa de trabajo de su laboratorio un cultivo de gérmenes con el que había estado traba-:ando. Recién dos días más tarde, al hurgar en ese desordenado rincón buscando fósforos para encender el mechero, vio el cultivo olvidado. Estaba cubierto de moho y comprobó enseguida que las bacterias habían muerto a su alrededor. Esos gérmenes en estado de descomposición por un simple olvido se habían transformado en una de las medicinas que más vidas salvó en la historia de la humanidad. Fleming había descubierto la penicilina, cuyo desarrollo once años más tarde y a poco de la segunda guerra mundial corrió mucho más allá las barreras en-:re la vida y la muerte. Y todo por casualidad.

 ARQUÍMEDES
260 años antes de Cristo el científico griego Arquímedes no sabía cómo hacer para medir el volumen de las cosas hasta que, al ir a higienizarse a un baño público, se sumergió en una tina llena de agua hasta el borde advirtiendo que desalojaba la misma cantidad de líquido que su propio volumen. Tanta fue su alegría que salió corriendo a la calle completamente desnudo y gritando "¡Eureka! ¡Eureka!", lo cual no significaba que promocionara a una marca de tinta que decidió ser su sponsor sino que aquella palabra, en griego, significa "lo encontré". Los atenienses que así lo vieron no le prestaron mayor importara no porque los atributos de Arquímedes fueran despreciables sino porque en Grecia la desnudez era cosa corriente, aunque bañarse no lo era tanto. El caso es que la ciencia recibió, también allí, una ayudita de la casualidad.

 NEWTON
En 1665 el científico Isaac Newton tenía apenas años de edad cuando debió abandonar Londres, que e taba azotada por la peste. Fue casual por lo tanto que pasara un par de años en la granja de su madre, en la can pina inglesa. En realidad no estaba tirado bajo un árbol rascándose el ombligo y le cayó una manzana en la cabeza como cuenta la simpática leyenda. Newton no cesaba de estudiar e investigar, a pesar de su juventud no tenia tiempo para acostarse panza arriba y rascarse el ombligo o cualquier otra parte de su anatomía; era lo que hoy llamarían "un traga". Una noche observaba el cielo aventurando cálculos cuando, en la misma línea de su mirad vio caer una manzana desde la copa de un árbol. Ese sin pie hecho hizo que se preguntara por qué no caía la luna, Por aquella observación, fruto de una simple casualidad comenzó a investigar el tema y descubrió, después de cuatro años, la ley de gravedad.

 BRAND
También en el siglo XVII el químico alemán Hennin Brand buscaba con afán mezclar diversos elementos para conseguir crear oro, obsesión esta de mucha gente lo largo de la historia. No lo logró, claro, pero un día de 1669 obtuvo una sustancia blanca y luminosa que, en contacto con el aire, se encendía. Había descubierto el fósforo. Por casualidad.

 GRAHAM BELL
Alexander Graham Bell era, entre otras cosas, profesor de sordos. Un día advirtió que, sin darse cuenta, se había enamorado de una de sus jóvenes alumnas. Ella también lo amaba, por lo que el romance prosperó y se casaron. Graham Bell, un hombre sumamente inteligente, intentó por todos los medios inventar un aparato que amplificara la voz lo suficiente como para que su bella esposa le escuchara alguna vez decirle "te quiero". Trabajó mucho in eso. Armó un dispositivo que creyó que podría servir. Creó un circuito con dos terminales y una tarde habló por una de ellas a su ayudante: "Watson, venga aquí, por favor". Thomas Auguste Watson estaba a unos treinta metros del lugar, en el establo, pero escuchó perfectamente la voz de su jefe a través de su terminal y obedeció sin imaginar que era la primera persona en la historia que conteste a un llamado de teléfono, ya que eso era lo que Graham Bell había inventado. Por casualidad. Lo que él buscaba ira un amplificador de sus palabras amorosas.

 ROENTGEN
El alemán Wilhem Roentgen venía realizando experimentos con los rayos catódicos tal como lo hacían varios colegas suyos. Buscaba lograr que ciertas materias se volvieran fluorescentes. En 1895, en medio de una de esas pruebas advirtió que había ido más allá de lo pretendido pero sólo por mera casualidad. Ni siquiera sabía bien qué losa había descubierto y esto fue tan real que llamó a aquello rayos X, nombre con el que hoy aún se los conoce. Los denominó así admitiendo su ignorancia del fenómeno, ya que esa letra en el símbolo habitual de incógnita.

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